Volví a jugar al tenis -oficialmente- desde hace un rato, en que tomé clases con dos vecinas a las que nunca había visto antes y a otra que no me cruzaba hace siglos. No saben, eran DI-VI-NAS las tres, pero divinas en serio, que decirles, agradables, simpáticas y además lindas, vestidas como las profesionales que ves en la tele y con unos cuerpos increíbles. Paso a describir:
Jugadora número 1: Un año y algo de parida. Calcitas blancas, cero imperfecciones, remera con mucha onda, rubia, pelo largo, suelto, gorrita al tono y lentes de sol.
Jugadora número 2: Nueve meses de parida. Vestida de negro pero porque sí, no para disimular nada. Venezolana como Cathy Fulop pero en miniatura, pollerita, remera ajustada y tetas de piedra. Pelo largo, suelto, gorrita, lentes.
Jugadora número 3: A esta altura ya ni me importaba si tenía hijos. Pollerita blanca, cortísima. Castaña, pelo suelto, largo, gorrita, lentes.
Jugadora número 4: Tres años de parida. Contextura física más cerca de
Serena Williams o de
Wanda culo flan Nara que de
Maria Sharapova. Pelo sin lavar "si total me voy a chivar toda me lo lavo a la vuelta". Remera amatambrada, zapatillas modelo 2005 y sin gorrita para no parecer
Godines.
Adivinen cuál era yo (vivir en estos lugares pone a prueba constante tu autoestima)
A la vuelta, para no andar enchastrando la casa con polvo de ladrillo hice la gran lavado de zapatillas caminando por un charquito lleno de verdín y me pegué tal patinada que casi no la cuento más, terminando mis días despatarrada en plena calle y con el culo empapado de agua podrida.